14 diciembre, 2002
En una época donde las palabras ‘mercado’ y ‘rentabilidad’ cubren todas las disciplinas, tendencias, enfoques, proyecciones, proyectos, ideologías y demás, ¿será un sacrilegio relacionarlas con el quehacer cultural? Posiblemente para algunos, los binomios cultura-mercado o cultura-rentabilidad son tan adversarios como ha sido, por tradición, el binomio política-cultura. Este porque se ha considerado que la política se enfrenta con problemas más apremiantes y también porque, para algunos intelectuales y artistas, lo político es terreno ajeno y amenazante. Sin embargo, mi intento es enfocarlos y relacionarlos con curiosidad “benevolente”, con el único objetivo de insertarlos dentro de las dinámicas del siglo XXI.
Uno de los cambios ineludibles con el que nos enfrentó la globalización, conocida por los franceses como mundialización, es el fenómeno de la identidad-multiculturalidad, del que no ha escapado ninguno de los campos del quehacer sociopolítico de un país. De eso se desprende, producto del rompimiento de fronteras de toda índole antes infranqueables, la pugna actual de rescatar la identidad en un mundo donde la multiculturalidad es la norma.
¿Cómo se defiende y posiciona una identidad sin que sea vinculante con el desprecio que para algunos trae el contacto con “los otros”? Una de las variables más sólidas son los quehaceres culturales, considerados hoy como partícipes de los procesos de desarrollo al plantear, siguiendo a la Unesco (Declaración de Estocolmo 1998), la mutua dependencia que debe existir entre el desarrollo sostenible y el auge de la cultura: “La cultura es el fin y el objetivo del desarrollo entendido en el sentido de realización de la existencia humana en todas sus formas y en toda su plenitud”.
Efecto multiplicador. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre cultura, mercado y rentabilidad? Puede tener dos enfoques: el primero es evaluar, por medio de índices económicos, si el quehacer cultural da al país alguna suma importante en aportes económicos. Citaré tres ejemplos, consciente de la distancia que nos separa de esas realidades, pero posibles de hacer analogías: a) algunos estudios demuestran cómo la construcción del museo Guggenheinn en Bilbao le ha dado, además del aporte cultural a la sociedad, un aporte económico a la ciudad: guías turísticos, hoteles, restaurantes, visitas a otros lugares poco conocidos dentro del mismo territorio; b) algunos datos aportan como resultado que en un museo, por cada $1 que se invirtió en su consolidación, se recuperaron $11; c) en el Reino Unido hay más personal empleado en la industria cultural que en la textil. En todos los casos, lo que destaca es un efecto multiplicador.

Propongo otra vertiente de rentabilidad, a mi juicio la más importante: ese desarrollo cultural es rentable como valor intangible. Es decir, los productos culturales se deben considerar como bienes meritorios, cuya característica es tener una externalidad positiva (el concepto lo aprendí de Ronulfo Jiménez), lo que implica un bien que beneficia a otros y que llega a convertirse en patrimonio cultural colectivo. Aun a sabiendas de que no son cuantificables en términos de retribución directa de lo que en ellos se invierte, debemos reconocer que invertir en actividades y promoción cultural es invertir en un bien social. Un pueblo con una cultura activa, innovadora, constante y rigurosa tiene en alto su autoestima, mejora su nivel de educación, su capacidad creativa, el desarrollo de su imaginación; además, revaloriza su vida cotidiana y puede generar un estilo de vida orientado a valores espirituales.
Valores agregados. Lo que viene a posteriori, los valores agregados, se van percibiendo tanto en el comportamiento, aprendizaje y desarrollo espiritual que adquieren los miembros de esa sociedad como en la apertura de fuentes de trabajo y, en esta época, un atractivo turístico nada despreciable. El bien intangible que es el desarrollo cultural tiene rentabilidad social en cuanto da a una sociedad sentido de pertenencia y prestigio ante otras comunidades.
En síntesis, la creación artística es un bien público, que debe “mercadearse” (en la mejor acepción del término) y su “consumo” es alimento espiritual indispensable para los miembros de una sociedad y para los visitantes.
Es evidente que producir bienes culturales tiene costo económico; por eso, necesita apoyo estatal (como la salud, la educación, la seguridad), de las empresas privadas y de la sociedad civil. Lograr alianzas estratégicas entre estos tres espacios sociales es, ahora, la forma idónea de hacer rentable la cultura. Creo que en el país, y lo digo con satisfacción y esperanza, nos estamos encaminando hacia esos derroteros.